Imagen: Steven Depolo (CC BY 2.0)
Popularmente se interpreta el toreo como la lucha y dominio del hombre sobre la naturaleza más despiadada. En el terreno académico encontramos otras explicaciones, como por ejemplo la del paleontólogo Jack Conrad, quien observa en las corridas “la agresión desplazada contra el toro como símbolo por excelencia de poder y autoridad”; o la del antropólogo Pitt-Rivers, que en entre otras cosas las ve como una “reivindicación de la masculinidad” (ver enlace). Y en el literario, Mario Cuenca Sandoval lo cataloga por ejemplo como "un arte que aspira a domesticar el tiempo", o "un diálogo de poder" (novela Los Hemisferios, pag. 158 y 159 Seix Barral, Biblioteca Breve).
Compartiendo en cierta medida las lecturas anteriores, diré que, para mí, las corridas de toros son en gran parte una escenificación de la lucha entre sexos, en este caso desde un punto de vista masculino-machista; y lo defenderé intentando mostrar cómo en el ritual así entendido el simbolismo femenino recae principalmente en el toro, y de qué forma.
Lo explicaré a mi manera:
Tarde de toros. Las gradas muestran un ambiente principalmente varonil y tradicional (puro, brandy y “parienta”; si ha cambiado el medio que se me perdone, hace más de 20 años que no voy a los toros). Se respira una gran expectación.
El primero en saltar al ruedo es el torero. Él es el convocante. Va vestido “de luces”, ajustado, mostrando un gran colorido, en clara evocación femenina. Dentro, el macho más preciado (¿el lobo disfrazado de abuelita?). Después sale el toro: negro, bravo, agresivo, brutal.... Nadie imagina que su interior pueda albergar un corazón femenino (quizás latente bajo la tenue divisa).
Los primeros lances son muy peligrosos: el toro está en pleno apogeo de fuerza. ¡Cómo hay alguien capaz de ponerse delante de semejante bestia! ¡Sus armas son descomunales! La adrenalina inunda el coso. El toro embiste con toda su potencia irracional. El torero le espera tras el engaño del capote, que pone al vuelo a su fulminante paso.
Quién lo diría, pero se están conociendo.
Para que se equilibren las fuerzas y no pase tan de largo (versión oficial), el animal es aguijoneado en la cerviz con la lanza del picador, y luego con puntiagudas y decoradas banderillas. De él brota roja sangre. Continúan las embestidas y los capotazos. Si ocurre algún fallo, el torero echará mano del burladero, o saltará la tapia en franca huida... para volver rápidamente. Discurren las carreras y los minutos, y el toro poco a poco se va taimando.
Suenan las cornetas, escuetas y solemnes, en señal de cambio de tercio. El torero sustituye capote por muleta, de menor tamaño. Entramos en el momento central de la lid, en el cara a cara. Es sobre todo ahora cuando puede aparecer el arte, la belleza, el temple. Los contrincantes están solos sobre la arena, y se establece entre ellos una especie de cortejo o baile, con figuras, con adornos. El torero "se arrima"; la iniciativa es siempre suya. Impera el silencio, roto momentáneamente por las citas, o por los aplausos, que también liberan tensión. Si el espectáculo es de los buenos, la sensación de peligro pasa a un segundo plano, porque toro y torero ya no parecen estar el uno frente al otro, sino el uno con el otro. Hay compenetración, contacto, se diría que intimidad. Salvo que surja lo imprevisto, pero siempre latente: el susto, el “revolcón”… o la muerte. Es lo emocionante.
Llega el momento culminante. El torero debe entrar a matar. Antes, se procurará una posición abierta y estática del animal para que su espada-estoque pueda penetrar bien el ansiado triángulo receptor, ese que conecta con las entrañas. Es el trance más peligroso, en el que el toro, ya exhausto, aún puede intentar una última defensa desesperada, aprovechando la total cercanía que tiene que arriesgar su oponente. El “diestro” buscará la estocada profunda y definitiva. Si la consigue, su enemigo morirá rápidamente entre nuevas emanaciones de sangre. Y él habrá triunfado.
Al terminar la “corrida”, será sacado a hombros por la puerta grande, aupado por otros varones festejantes entre vítores de “maestro, maestro”.
El “éxito” del animal es, sin embargo, muy poco común, y en el mejor de los casos ocurre por medio del indulto ante una extraordinaria nobleza demostrada en la pelea: si embiste lealmente, con entrega, sin engaños, valiente… La sabiduría del público sabrá apreciarlo, y reclamará que la liza se detenga y que el animal sea puesto a salvo. Sus heridas serán curadas, y podrá seguir viviendo en la granja de la cual llegó, en la que fue tratado “como una reina”, y de donde quizás nunca quiso salir. El torero, por su parte, siempre recordará aquel toro indultado, su nombre. O las grandes estocadas. Y continuará recorriendo plazas y más plazas. Hasta que llegue el final de su carrera, habitualmente larga, y se “corte la coleta”.
La terminología de la “fiesta nacional”, dada su larga tradición, inunda el lenguaje popular, aportando pruebas de la pelea (lidia) que en ella se representa y del carácter femenino atribuible al toro que me interesaba destacar. Afortunadamente, ya están en franco desuso:
“Vaya par de pitones tiene esa” (pitones por senos)
“Con una así me echaba yo un revolcón” (revolcón por relación sexual casual)
“Menuda cornada me ha metido” (cornada por daño emocional)
“Yo de ti le cambiaba el tercio” (consejo de cómo actuar con alguien a quien no dominas)
“A mí no me torean” (torear por enredar o engañar)
“No entres al trapo” (no caigas en el engaño, trampa o terreno que a otro le interesa)
“Vaya faena me ha hecho”, (me ha perjudicado sin yo darme cuenta)
“Paso, ya me corté la coleta” (renunciar definitivamente), etc.
Las corridas de toros, qué duda cabe, son manifestaciones con una honda simbología. Su gran arraigo, y su universalidad, están basados muy probablemente en ser cauce de satisfacción para pulsiones humanas atávicas y recónditas. Pero es mi opinión que, dados los tiempos que corren, el toreo carece de sentido; deberíamos ser capaces ya de dejar atrás las pulsiones que lo sostienen o, cuando menos, desviar su expresión hacia otros simbolismos menos encarnizados. Lo cual no es óbice para preguntarnos qué otras cosas más extravagantes y, sobre todo, más graves, pueden haberse evitado “sublimándolas” en esta “fiesta nacional”.
Nota: Quizás pueda interesar, sobre este tema, el estudio denominado "Toro muerto, vaca es”: una interpretación de la corrida de toros española (descargar pdf), de la antropóloga Carrie B. Douglas. En él, la autora hace un análisis de las corridas de toros como metáfora velada de la relación entre los sexos, extendida incluso a las relaciones sociales, y con el acento puesto en el “honor”. Douglas afirma en su estudio que “el torero es al toro lo que el hombre a la mujer”, y que “ideológicamente al menos, el toro es hembra, un animal estructuralmente equivalente a una mujer”.